por Tulio Hernández
No todos los escritores han estado siempre del lado de las causas nobles.
Tampoco todos los filósofos o los artistas. Los ha habido fascistas como Heidegger, colaboradores con el franquismo como Camilo José Cela, o militaristas como muchos de los que hoy acompañan al gobierno rojo venezolano y pronuncian frases degradantes como aquella de que Hugo Chávez es el mejor poeta de Venezuela.
Eso es cierto. Pero a nadie le puede quedar duda de que una de las más importantes funciones que han ejercido muchos escritores y, en general, los intelectuales públicos, al menos en el mundo occidental, ha sido la de utilizar su prestigio y respetabilidad para ejercer la denuncia de las grandes injusticias que ocurren en las sociedades en las que viven. Cuando hablo de intelectuales públicos me refiero a aquellos que además de ejercer sus oficios artísticos, literarios o académicos colocan su voz en el concierto de la opinión pública y fijan claras posiciones sobre temas colectivos más allá de sus intereses personales.
Es lo que han hecho, arriesgando comodidades y la propia vida, desde Bartolomé de las Casas, cuando denunciaba los abusos del conquistador ibérico sobre las poblaciones aborígenes, pasando por Solzhenitsyn quien pagó con largas prisiones sus críticas al comunismo soviético, o, para hablar de cercanía, lo que le correspondió oficiar a hombres como José Rafael Pocaterra en contra de Juan Vicente Gómez, o a Reinaldo Arenas ante el sátrapa de La Habana.
Hago esta larga introducción porque luego de visitar en la cárcel donde se encuentran a los amigos Herman Sifontes, Ernesto Rangel, Miguel Osío y Juan Carvallo, los directivos de Econoinvest injustamente sometidos a prisión sin el debido proceso, de renovar mi admiración por la paciencia y dignidad con la que soportan junto con familias y amigos el abuso de poder, he regresado a casa y, para paliar la impotencia, me he dedicado a releer algunos de los textos que tantos escritores han publicado en condena a lo que a todas luces es una prueba de la manera como el sistema judicial venezolano ha sido convertido en una maquinaria de premio y castigo sometida a los arbitrios de la logia militar que nos gobierna.
He disfrutado al máximo el texto del poeta Alejandro Oliveros en donde, desde las páginas de El Carabobeño, aborda la (in)justicia venezolana a partir de los parlamentos del Hamlet de Shakespeare. Me he conmovido otra vez con la sinceridad de Federico Vegas quien, desde el Papel Literario de El Nacional , confiesa con amorosa valentía el desasosiego que a todos nos embarga luego de visitar a nuestros amigos secuestrados. Me invade un profundo agradecimiento cuando leo los textos de dos grandes escritores colombianos, Héctor Abad Faciolince, el autor de esa pieza magistral titulada El olvido que seremos, y de Santiago Gamboa, finalista del Premio Rómulo Gallegos, que nos habla de cómo mira a una Caracas ahora triste por el carcelazo a Econoinvest.
Si el espacio me alcanzara podría enumerar uno a uno los textos de Alberto Barrera Tyszka, Patricia Lara, Antonio López Ortega, Oscar Marcano, Boris Muñoz, Elías Pino Iturrieta, Fernando Savater, Milagros Socorro, Francisco Suniaga, Gustavo Tarre y, aunque no se trata de una pieza literaria, igual leo con gratitud las frases del documento en el que la Conferencia Episcopal Venezolana clama justicia o el informe en el que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condena el atropello.
Todos sabemos que ninguno de estos escritos traerá consigo lo que corresponde, que se haga justicia y nuestros amigos recuperen su libertad. Pero leer en conjunto estos textos de grandes plumas, percibir la solidaridad profunda que de ellos emana, la serena indignación que revelan, la profunda convicción sobre la arbitrariedad del proceso, la inmensa gratitud por lo que Econoinvest ha significado para el mundo de las artes y la cultura y, en muchos casos, la belleza e inteligencia de la escritura hace que sintamos la presencia de otra forma de justicia. La de aquellos, los buenos escritores siempre pendientes de develar la injusticia.
El Nacional, 09/09/2012, Siente Días, 7
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