jueves, 20 de diciembre de 2012

Los Bebedores de Sol


Dedicado a 
Juan, Herman, Ernesto y Miguel
de Econoinvest

Unos minutos. Eso es lo que le llevara leer estas líneas. Permita que este relato le haga sentir algo que, esperamos, nunca tenga que experimentar en carne propia.

Vivo en un edificio de más de 10 pisos, uno de los tantos construidos a finales de los ochenta en Caracas. Con dos sótanos bajo tierra, donde además de los puestos de estacionamiento, se hallan los depósitos para guardar los objetos que nunca queremos botar, pero que tampoco queremos mostrar. Esos depósitos tienden a ser de aproximadamente de tres por tres metros cuadrados, quizás más pequeños. Son altos de techo, rústicos de pared y piso. Puertas de un hierro ruin, que se oxida de nada. Con poca o pésima ventilación y ninguna posibilidad de luz natural.

Estoy seguro que usted los conoce. Los llamamos comúnmente, maleteros. Es muy probable que tenga uno. Seguro que, como yo, baja allí de vez en cuando para otear de lejos esa silla roída del abuelo (hoy hogar de ratones); esa muñeca inseparable de la pequeña, que abandonó hace tantos años; o las mancuernas oxidadas; o ese álbum de fotos de la época universitaria, que debió haber quemado hace años.

Siempre, al abrir la puerta de hierro, tan pesada y desnivelada, que ha dejado un surco en el piso de cemento, junto a ese chillido que hacen los goznes oxidados, recuerdos de calabozos medievales, me golpea esa humedad rancia que de su interior brota, como onda expansiva de cualquier bomba atómica que, sin matarme, me hace sufrir vivamente la inclemencia de su encierro, como un reclamo de la nada comprimida allí, por dejarla a oscuras, a solas, confinada.

Para llegar al aire libre se deben subir dos pisos. Al lado del maletero hay otros maleteros a cada lado. Al fondo del depósito es la tierra comprimida la que hace vecindad. De esa presión, de esa profundidad, nace la humedad que, poco a poco, va pudriendo la madera de la silla del abuelo; corrompiendo el color de la muñeca de mi princesa, que desintegra la fuerza de mis mancuernas y hace sepia, hasta desaparecer, las imágenes de esas fotos que debí quemar y no hice. Siempre que abro esa puerta, me reclamo el deshumidificador que debí comprar, pero como soy malo en los recuerdos y artefactos, ni me recuerdo cuando debo, ni me atrevo cuando puedo.

Pues resulta que tengo unos amigos que, en iguales circunstancias llevan casi tres años confinados en un maletero, dos pisos bajo tierra. Sin luz natural. Sin ventanas. Con puertas de hierro, techos altos y paredes rústicas. Llevan más de veinte mil horas respirando un aire enrarecido por el tufillo de la injusticia de jueces y fiscales, quienes han dejado que la política tome control de sus decisiones, haciendo que la moral se escape antes que la encarcelen con la imparcialidad.

Como la silla del abuelo o la muñeca de mi nena o las mancuernas y el álbum de fotos, ellos están ahí, arrumbados. Sin ser liberados ni tampoco condenados, ya que no hay delito cometido. A diferencia de mis objetos, cuyo único doliente soy yo y mis deseos de aferrarme a mis recuerdos, ellos tienen más de un doliente. Sus cuatro esposas, sus ocho hijos, cuatro madres y padres, par de decena de hermanos, unas centenas de primos y miles de amigos.

Una de las tantas cosas que añoran es el Sol. Ver su cálido color naranja, a través de los parpados cerrados, mientras sienten como su cenizo rostro va recuperando la palidez y, a veces, con suerte, ésta se hace a un lado y revive el rubor robado por la oscuridad. Abrir los brazos y, como ramas de árboles, beber los rayos de sol a través de los poros de su piel y, como raíces, sentir que sus pies se adhieren a la tierra misma, firmes, fuertes, haciéndose parte de ella. "Renacemos cada vez que podemos beber el Sol por nuestra piel. El frío se aparta y la humedad retrocede. Es la libertad misma que nos abraza para siempre. Bebemos los rayos del sol, en esa única hora que nos dan para saciar nuestra sed de luz. Sentimos su fuerza, bebemos su energía. Y sonreímos". Me conto uno de ellos.

Los rayos de sol. El sonido de la lluvia, su olor. El limpio cielo de diciembre o el verde oscuro del Ávila en invierno. El trino de un pájaro. Un arcoíris. Las nubes blancas, como algodón de azúcar. La brisa que refresca. El aire puro que cura. La noche y sus estrellas. La luna y sus fases. Es sencillo: las simples manifestaciones de la naturaleza, que siempre tenemos allí para contemplar, son para ellos tesoros sensoriales. Añoranza. Y a mí, que estoy libre, que doy por sentado todo ello, me invade la incertidumbre del arrebato injusto. Entonces recuerdo a mis amigos y así disfruto, conscientemente, en esos instantes, los cantos y colores de nuestra naturaleza. Por ellos, me he convertido en bebedor de Sol.
Ricardo Padrón @RODZ2058

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